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Cuando uno no tiene nada, lo da todo

Cuando uno no tiene nada, lo da todo

Todo esto podría quedarse en ideas filosóficas o en simples frases, pero todo cambia cuando te encuentras con personas cercanas que viven de esta manera.

Aquella fría y lluviosa tarde de noviembre todas estas ideas volverían de nuevo a mi mente para replantearme preguntas y formas de vivir.
Lo recuerdo bien. Con mirada transparente, tímido y correcto, con voz pausada en un castellano poco claro, su demanda era muy simple: algo para comer, un sitio para poder asearse y una pequeña manta. Me comentó que dormía en su coche; ya no podía moverlo a ningún sitio porque no le quedaba combustible. Su mayor preocupación era la de no molestar, de no ser una carga. 

Me comentó que llevaba varios años en España, once en total. Comenzó a contarme que un día tomó la decisión de salir de su casa y de emigrar para mejorar la situación familiar, dejar de ser una carga económica para su familia e intentar tener una vida mejor para él y los suyos. Pensaba que en un futuro próximo desde Europa podría aportar algo de dinero a su familia. 

Aquel día comenzó una relación especial. Desde ese momento, con su actitud me recordaría constantemente que por muy mal que estés, siempre se puede sonreír y agradar al otro, algo tan simple y tan difícil a la vez, pero que enriquece tanto…

A partir de esos días de noviembre las enseñanzas iban a ser diarias, casi como para hacer un decálogo de esos que circulan por internet, pero con mucha más intensidad. Recuerdo perfectamente aquella frase: “Sólo una lata de sardinas y una fruta, por favor, no necesito más. Con esto tengo para comer dos días; soy adulto y seguro que hay niños y familias que lo necesitan más que yo”. Ante mi insistencia me volvió a repetir que eso era suficiente para él. Todo con una serenidad asombrosa y una sonrisa que me dejaba descolocado.

Los momentos impactantes se repetirían uno detrás de otro. Al día siguiente empezó a acudir al Comedor, y de nuevo volvió a sorprenderme cuando me comentó que no quería volver al día siguiente, que su sitio lo podía ocupar otra persona que lo necesitara más que él, que él podía estar dos días sin comer y que no le gustaría ver que hubiera personas que se quedaran fuera, sin sitio. Comentó: “Tengo una lata de sardinas para cenar y un poco de pan, eso es suficiente. Yo con lo que tengo ya soy feliz, me ayudáis mucho y hay personas que están peor que yo; además tengo salud, estoy teniendo suerte y Dios me cuida”.

Mi sorpresa y admiración iban en aumento. Estaba desbordado, empezó a hablar conmigo y a compartir su historia. 
El viaje no fue fácil: tres meses caminando solo, “andar y andar, ése era el reto”, me decía. Poco a poco empezó a compartir conmigo sus vivencias más personales y pude intuir, y poco después confirmaría, que el viaje fue un antes y un después en su vida.


Me contaba que cuando vives situaciones tan duras, tan impactantes como las que vivió en su viaje, existe un punto y aparte. Que “fortalece la personalidad y da importancia a lo vital, el AMOR y el cariño entre las personas”, concluía diciendo. “Suerte, mucha suerte y la ayuda de Dios es lo que hace falta para poder llegar donde estoy ahora”.

En su mirada y en sus gestos me transmitía serenidad y felicidad, me hablaba de su viaje como una etapa superada e insistía en que él estaba bien, que era feliz. Para después decirme con una sonrisa entrecortada: “Sólo quiero trabajar para poder hacer feliz también a los míos. Yo ya soy feliz; además tengo suerte y a Dios de mi lado”.

Hablando con él, y contándome su día a día, observé que era una persona muy sencilla. Me resultaba chocante cuando me decía que contra el insomnio lo mejor era hacer deporte para acabar agotado y poder descansar mejor. Por eso salía a correr a las 5 de la madrugada. “Hacer deporte me mantiene en forma y mi cabeza no da tanta vueltas y es muy relajante correr a esas horas”, me decía. “Luego vuelvo y después de rezar y comer algo, comienzo a andar por la ciudad en busca de trabajo aburriendo a las personas que me reciben, la gente de las oficinas ya se sabe mi nombre”, seguía diciendo con una gran sonrisa. “Más tarde vengo a comer y después de comer tengo mucho tiempo libre, así que lo mejor es ayudar a los demás; eso es lo que más me llena y más contento me pone, por eso vengo e intento colaborar con los demás como me han ayudado a mí.” 

Y terminaba diciendo: “El Centro Social se ha convertido en mi casa, en mi familia; mi vida está llena y completa, solo necesito cambiar una pequeña cosa, un trabajo. No necesito lujos ni demasiadas cosas, solo salud y un pequeño sueldo para poder vivir y poder ayudar a mi familia. Todo lo demás carece de importancia. Me he dado cuenta de que las cosas más grandes son las más pequeñas, como una mirada o una sonrisa, que gracias a Dios encuentro en el Centro Social San Antonio”.